1984 (George Orwell)
«El Partido enseñaba que los proles eran inferiores por naturaleza y debían estar sometidos, como animales, mediante la aplicación de unas cuantas normas muy sencillas. En realidad se sabía muy poco de los proles. Y no hacía falta saber más. Mientras siguieran trabajando y procreando, sus otras actividades carecían de importancia. Dejados a su aire, como el ganado en las llanuras de Argentina, habían caído en un estilo de vida propio que parecía seguir una especie de patrón ancestral. Nacían, crecían en el arroyo, empezaban a trabajar a los doce años, pasaban por un breve período de belleza y deseo sexual, se casaban a los veinte años, llegaban a la edad mediana a los treinta y la mayoría morían a los sesenta. El arduo trabajo físico, el cuidado de la casa y de los hijos, las discusiones triviales con los vecinos, las películas, el fútbol, la cerveza y, por encima de todo, el juego, colmaban el horizonte de su imaginación. Tenerlos controlados era relativamente fácil. Entre ellos siempre había infiltrados unos cuantos agentes de la Policía del Pensamiento que extendían rumores falsos y señalaban y eliminaban a los pocos individuos que se consideraban peligrosos; sin embargo, no se intentaba adoctrinarlos con la ideología del Partido. No era deseable que los proles tuviesen formación política. Lo único que se les pedía era un primitivo patriotismo al que poder recurrir en caso necesario para hacerles aceptar jornadas más largas o raciones más escasas. E incluso cuando cundía entre ellos el descontento, como ocurría algunas veces, no conducía a ninguna parte porque, al carecer de ideas generales, solo podían concentrarlo en minucias concretas y sin importancia».
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